Por
las faldas del Pichincha
Octubre de 1980. El
compromiso de nuestra participación en el Curso Internacional del CEPEIGE (Centro
Ecuatoriano de Estudios e Investigación Geográfica, adscrito al Instituto
Geográfico Militar) luego de dos períodos entre 1979 y 1980, había concluido.
Esa misma noche durante el festejo en el Instituto con baile y todo, un grupo
de compañeros planeamos algo insólito: Ascender al día siguiente al volcán
Pichincha. ¡Una locura!
Concluyó la farra a eso de
las 2 de la madrugada. Fijamos la hora y lugar de encuentro: En Chillogallo a
las 8am. Cada uno de los ocho sabíamos lo que había que llevar…y a lo que nos
exponíamos. En punto, militarmente, como aprendimos, llegamos al sitio y ahora
sí, a caminar y ascender, primero por calles estrechas de ese barrio, luego
poco a poco por caminos hasta que fueron mermando las casas y produciendo
confusión por los diversos caminos, pero gracias al guía conocedor tomábamos el
rumbo correcto. Abajo quedaba la ciudad con su gran ruido que a esa hora
aumentaba pero se alejaba minuto a minuto. Decían que era la senda que tomó
Sucre en la mañana del 24 de mayo de 1822 para coronarse con sus huestes
grancolombianas e irlandesas en la célebre batalla contra el ejército de Aymerich.
Conforme ascendíamos mis
fuerzas se iban agotando, el agua faltaba y el temor me acorralaba lentamente.
Me dije un rato: ¿Por qué me metí en esto si bien podía estar descansando en mi
cuarto del hotel y preparando la maleta para regresar a Cuenca y reunirme con
mi esposa e hijo hace poco nacido? Un poco tarde comprendí que en verdad era
una locura. Había mucho por recorrer y viendo de cerca era extremadamente
difícil. Con 30 años de edad a cuestas no era mucho problema, pero con la mala
noche anterior y uno que otro brindis, resultaba complicado el momento.
Mis energías me abandonaban
y ya cuando se divisaba las antenas a lo lejos, los más hábiles caminantes
tomaron la delantera. ¡No había consideraciones para nadie! Cada uno tenía que
responder por su decisión tomada y nadie esperaba a nadie. De pronto me di
cuenta que estaba solo, nadie adelante ni nadie atrás. La ciudad se veía a lo
lejos y los caminos que había que seguir se entrecruzaban y me confundían, no
sabía dónde estaba, ¡me encontraba perdido!
Serían las 11 de la mañana,
me senté a descansar por décima vez. La serenidad no había perdido. Recordaba
un caso parecido de años atrás en el Cajas, de Cuenca, pero esta vez
tranquilizaba que veía las casas abajo, aunque lejos pero podía seguir una
dirección más o menos cierta. A unos 300 metros divisé una choza y me dije “debe
estar habitada pero lo fundamental es que puedo quedarme allí para protegerme
de lo que pase”, y comencé a dirigirme a ese punto. No era fácil, había
cañadas, los caminos s e habían perdido y a veces me veía obligado a arrastrarme sin perder de vista a la casita.
¡Y llegué!
Nada de cerca. Una chocita
de 3 x 3 con piso de tierra, techo de paja, humo tranquilizador, y ¡oh sorpresa!:
¡Dos niños mirándome asustados! Ellos junto a una olla de mote y nada más.
-¿Y sus papás ?
-- Se fueron a trabajar al
cerro, a coger leña, hierba para los cuyes y a pastar nuestro ganadito, dijo el
mayor de unos 7 años.
Mamá, papá, dos niños pobres
y al frente la gran ciudad capital de los ecuatorianos con gobernantes que ni
sospechaban sobre la existencia de esta familia humilde y desprotegida. Casas,
edificios enormes, vehículos en cantidades, hombres importantes, hombres y
mujeres pobres, hombres y mujeres ricos, políticos, líderes… ¡Que ironía!
Me sentí impotente ante tal
situación. No podía hacer nada, ni por mí ni por ellos. Bueno, algo podía: revisé
mi mochila y saqué unos panes, dos atunes y una panela.
--Todo esto compartan con
sus papás cuando lleguen.
Les pedí que me traigan una
piedra para romper la panela y ellos rápido se dispusieron a romperla y
ansiosos saborearon unos trozos.
Era ya tarde. Las 15H00. Me
despedía. No habían llegado todavía los papás, mientras los niños se disponían
a alimentarse contentos con el mote, el pan y la panela. Ya a cierta distancia
me viré para mirarlos, estaban en la puerta de la choza diciéndome adiós con sus
manitos. A las cinco de la tarde caminaba por las calles de un barrio desconocido,
estaba nuevamente perdido, pero al menos preguntando, cada vez me podía
orientar y dirigir a mi cuarto del barrio de Santo Domingo. El día y la
historia habían concluido.
César Pinos Espinoza